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—¿Me das tu palabra?

—Sí.

—¡Bueno!—y me estrechó la mano, con lágrimas en los ojos.—Entonces mañana mismo nos iremos á Los Sunchos.

—¡Eso no puede ser, don Higinio! ¿En qué piensa? ¡Sería más que una locura, una verdadera traición! En este puesto y en estas circunstancias, soy militar, soy soldado, y no puedo desertar...

—Sí, pero, ¿y el honor de Teresa, y el mío? Te repito que la cosa urge, que el escándalo va á venir, ¡y que yo eso no lo tolero! Se había puesto rojo, reconquistando su cabeza de león... Yo acababa de tocar disimuladamente la campanilla eléctrica... El comisario de órdenes entró en el despacho. Le hice seña de que esperase, y dirigiéndome á Rivas:

—Vaya tranquilo, viejo—le dije afectuosamente.—Todo se arreglará á medida de sus deseos; todo. Ahora, á cumplir cada cual con su deber. El Gobernador lo necesita. Defiéndalo, tome todas las medidas que le parezca y téngame al corriente.

Quiso insistir, pero la presencia del comisario lo contuvo. Hizo un ademán de descontento y salió.

Aquella misma noche hice que Camino lo nombrara comandante militar extraordinario de Los Sunchos, con plenos poderes, encomendándole la misión de impedir el paso, por el departamento, de partidas revolucionarias procedentes de otras provincias, para lo cual se le dió un piquete del guardia de cárceles, refuerzo necesario de la escasa policía local. Debía prepararse, también, á movilizar la guardia nacional en cuanto le llegara la orden.

Con esto ganaba tiempo. ¡Tiempo! No me era necesaria otra cosa, porque sabía y sé cuánta