pedí que nos dejaran solos, indicando reservadamente que alguien volviera al poco rato para interrumpir la entrevista.
Al entregarle el pliego, me atreví á tomar al toro por las astas.
—¿Quiere decir que no ha venido por la revolución? Se levantó, hosco y turbado, dió algunos pasos, como buscando la manera de empezar, y estalló:
—¡No! ¡No vengo por eso! ¡Vengo por una cosa muy grave y muy triste, por una cosa tremenda, Mauricio!... ¡Nunca lo hubiera creído! Se interrumpió para dominarse, y con voz lenta y sorda, agregó luego:
—Tenés que casarte... inmediatamente.
—Inmediatamente, ¿por qué?
—¡Sí, inmediatamente! Teresa me lo ha confesado todo... No quiero echarte en cara tu conducta, ni decirte lo que pienso de tu decencia.
Pero, eso sí, te lo repito: ¡Tenés que casarte inmediatamente!... ¡Estas son vergüenzas que no admiten los Rivas! Con acento que busqué conmovido y firme al par:
—¡Bien sabe, don Higinio—repliqué,—bien sabe que quiero casarme y que ya lo habría hecho si no fuera por la situación! Quiero á Teresa, y ya que usted está al corriente de lo que pasa, le juro que no la dejaré en mal lugar...
ni á ella, ni á usted, que ha sido siempre como mi segundo padre...
Noté en él cierta emoción. Temía, probablemente, encontrarse con la negativa, con el drama, y la falta de resistencia lo hacía vacilar, como después de un golpe en vago, y deslizarse hacia la comedia sentimental.
—¿Te casarás inmediatamente?
—En cuanto sea posible.