tanto más cuanto que debía llevar de frente al propio tiempo, las averiguaciones de lo que tramaba la oposición, y hallar ó inventar una buena oportunidad para poner presos á los cabecillas, secuestrarles las armas y quitarles las ganas, por un tiempo, de meterse á revoltosos.
Día y noche pasaba en el despacho, dando órdenes, escuchando partes y confidencias, recibiendo espías, amonestando á subalternos dudosos, pero de quienes todavía se podía esperar algo. Hasta dormía en mi despacho, para estar «al pie del cañón». Los opositores se reunían unas veces en una parte, otras en otra, nunca dos días en el mismo sitio, pero no me sería difícil sorprenderlos en cuanto quisiera, pues no me faltaban indicaciones oportunas del local elegido. Sin embargo, no precipité las cosas, para no dar golpe en vago ni provocar demasiada crítica.
En esto, sobrevino el rompimiento entre el Gobierno Nacional y el de Buenos Aires, como si quisieran servirme exclusivamente á mí, tanto en los asuntos privados cuanto en los políticos.
Llegóme, aun antes que al Gobernador, noticia de los sucesos: el Presidente de la República, sus ministros y gran parte del Congreso habían abandonado la ciudad rebelde que se fortificaba, y á la que ponía sitio el ejército de línea. La lucha iba á ser terrible, pues los porteños parecían dispuestos á no cejar y tenían numerosas fuerzas de guardias nacionales, de voluntarios criollos y extranjeros, y algunas tropas veteranas. La ciudad estaba rodeada de fosos y trincheras y los puestos avanzados defendidos estratégicamente. Era una revolución en regla, como no la había habido desde muchos años atrás, y como era de temerlo, dados los largos y ostensibles preparativos... El país entero se hallaba bajo el estado de sitio.