mucho soñaban con derribar al Gobernador, don Carlos Camino, de quien hablaban pestes, quitándole al diablo para ponerle á él. No administraba Camino peor que otros, pero no podían perdonársele sus costumbres disolutas, y, especialmente, su afición al bello sexo de baja estofa, que lo lanzaba á inconfesables aventuras en las que sólo le seguía su asistente, Gaspar Cruz, paisano retobado, valiente como las armas, fiel como un perro, para quien el mundo estaba exclusivamente cifrado en el Gobernador, persona excepcional, casi divina, según su cerebro obtuso y fetichista. Marido de una matrona ejemplar, casta y piadosa, padre de dos lindas muchachas candorosas é inteligentes, Camino era considerado realmente como un criminal, en los círculos austeros, y aparente y utilitariamente en los que no lo eran tanto, pero podían aprovecharse de su desprestigio.
En suma, muchos le tenían por una especie de tirano corrompido, y, si no contribuían á derrocarlo, no harían nada por sostenerlo, tampoco.
Vi muy claras las ventajas que me ofrecía aquella situación, y no tardé en utilizarlas. Una noche que, con otros personajes, estaba de visita en casa del Gobernador, llevé la conversación á las agitaciones populares, declarando que, á mi juicio, eran mucho más graves de lo que se creía. Varias personas, con ese espíritu de torpe adulación que hace negar hasta la evidencia, si ésta puede ser desagradable al que quieren lisonjear, y aunque con ello le expongan á los mayores peligros, me replicaron entre risas que estaba viendo visiones, y que me asustaba de fantasmas.
—¡No! ¡no hablo á tontas y á locas!—exclamé.—Tengo datos, y si el Gobernador quiere escucharme y seguir mi consejo, no durmiéndose