sin preocuparse de las revoluciones. ¡Pero, sobre gustos no hay nada escrito!
—Será, pues, para el año que viene. Escríbele á Teresa. Yo mismo le llevaré la carta para ver la cara que pone.
¡Escribirle! Siempre he tenido miedo de escribir cosas comprometedoras, y la carta anterior me había costado prodigios de ingenio. Salí del paso lo mejor que pude.
—Ella ya sabe—dije.—Lo sabe desde antes de venirme á la ciudad.
—¡Ah, picarones!... ¡y qué calladito lo tenían! Se quedó todo el día conmigo, haciendo proyectos, castillos en el aire, como si él fuera el novio. Seríamos reyes en Los Sunchos, y en la ciudad, y en el mismo Buenos Aires, donde Teresa brillaría un día como una reina.
Aquí se me escapó una réplica, que tuvo más tarde consecuencias trascendentales.
—Déjese de eso, viejo—le dije.—Teresa es demasiado modesta para que se pueda lucir en Buenos Aires. De allí vengo, y debo prevenirle que las mujeres tienen una educación muy distinta, son grandes señoras, no muchachas ignorantes, como las de nuestros pueblitos de provincia.
Se quedó mirándome, sin replicar palabra, como si mi frase le hubiera producido la más honda impresión, y nuestra charla terminó con esto.
Cuatro días después, una carta de Teresa me daba noticia de lo ocurrido en Los Sunchos, á la llegada de don Higinio. Éste, loco de alegría, le había dicho que yo acababa de pedir su mano. Ella, cuando el viejo agregó que el casamiento se celebraría el año siguiente, no pudo reprimir un grito: