por gobernar con espíritu puramente altruista. El hecho es que, siendo cuatro gatos, como suele decirse, alcanzaban tácita ó manifiesta ingerencia en el manejo de la res pública. Pero esto, que puede parecer una de tantas incongruencias de nuestra democracia incipiente, no es divertido y no hace, tampoco, al caso. Lo que sí hace y quizá resulte divertido, es que mi padre fuera uno de los susodichos dirigentes, quizá el de ascendiente mayor en el departamento, y que mi aristocrática cuna me diera—como en realidad me dió,—vara alta en aquel pueblo manso y feliz, holgazán bajo el sol de fuego, soñador bajo el cielo sin nubes, cebado en medio de la pródiga naturaleza. Hoy me parece que hasta el aire de Los Sunchos era alimenticio, y que bastaba masticarlo al respirar para mantener y aun acrecentar las fuerzas: milagro de mi país, donde, virtualmente, todavía se encuentran pepitas de oro en medio de la calle.
Desde chicuelo era yo, Mauricio Gómez Herrera, el niño mimado de vigilantes, peones, gente del pueblo y empleados públicos de menor cuantía, quienes me enseñaron pacientemente á montar á caballo, vistear, tirar la taba, fumar y beber. Mi capricho era ley para todos aquellos buenos paisanos, en especial para el populacho, los subalternos y los humildes amigos ó paniaguados de las autoridades; y cuando algún opositor, víctima de mis bromas, que solían ser pesadas, se quejaba á mis padres, nunca me faltó defensa ó excusa, y si bien ambos prometían á veces reprenderme ó castigarme, la verdad es que—especialmente el «viejo»—no hacían sino reirse de mis gracias.
Y aquí debo confesar que yo era, en efecto, un niño gracioso si se me consideraba en lo físico. Tengo por ahí arrumbada cierta fotogra-