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ó á ellas les parece que no lo hay, se les va la lengua y arman un enredo, sin querer.

—Se trata de Teresa—agregué.—Usted bien sabe que nos queremos desde hace mucho, desde que éramos muchachos. ¿Nos dará usted su consentimiento para casarnos?

—¡Pero, hijito, cómo no! ¡Si es mi mayor deseo, y cuanto antes! Me abrazó conmovido.

—Cuanto antes, me parece mucho decir. Yo creo que será mejor esperar hasta el año que viene. Mis asuntos no están bien claros y los recursos no son muchos, mientras no se arregle lo de la chacra.

—Se arreglará. Y, además, yo soy bastante rico para que no les falte nada.

—Otra cosa: tengo que preocuparme de mi posición y no puedo descuidar ni un momento la política, si he de hacer camino. Debo frecuentar asiduamente la sociedad, los comités, el club, la casa de gobierno, la Legislatura. Todo pinta muy bien; pero, con la desgraciada perspectiva de una revolución en Buenos Aires, quizá de una guerra civil, si me casara ahora, tendría que abandonar á mi mujercita ó no cumplir con los deberes que me imponen mi puesto y mi partido...

—¿Y cuándo, entonces?

—¡Oh! el año que viene, á más tardar. El año que viene estará completamente despejada la situación del país y la mía...

Un relámpago de recelo atravesó por los ojos de don Higinio. Le parecía extraño—y me lo dijo,—que una vez resuelto á casarme, lo dejara para más tarde, sin ardor juvenil de inmediata realización. Que antes vacilara, sí, es comprensible; pero, decidido ya, la demora resultaba menos natural. ¡En fin! que él no hubiera obrado así, y en su tiempo la gente se casaba