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demás miembros del cuerpo? ¿Lograríamos los provincianos abatir su orgullo y hacerla entrar en razón? ¡Arduo problema cuya solución parecía exigir sangre! Fuí á saludar, entretanto, al Presidente de la República, hombre encantador, de maneras algo afectadas, muy fino, muy amable, tanto que, á primera vista podría creérsele débil, femenil.

Me parece estarlo viendo, pequeñito, menudo, bien proporcionado, sin embargo, con la frente ancha, coronada por cabellos largos, negros y ensortijados, ojos llenos de inteligente viveza, bigote y perilla, negros también.

Hablaba con mesura, escogiendo las palabras, y sus frases tenían siempre un ritmo cantante.

Así, cuando hablaba en público, era una delicia escucharle, porque se hubiera dicho que su oratoria era musical, persuasiva y tranquilizadora como una caricia.

Me habló de mi provincia, de la suya, de la desgracia de nuestro país, siempre agitado por disensiones intestinas y ofreciendo un espectáculo de anarquía y violencia al mundo, que consideraba á las nuevas naciones de la América del Sur, y, sobre todo, á la nuestra, como grupos de chiquillos revoltosos, si no como tribus semiprimitivas, incapaces de comprender la libertad, y, por lo tanto, de gozar de ella. Y, sin duda, para no penetrar más en el fondo de las cosas y no hacer confidencias intempestivas á un jovenzuelo que era, al fin y al cabo, desconocido, se levantó, dando por terminada la audiencia. Nunca lo volví á ver, pero conservo clara y viva la impresión que me produjo.

Poco duró mi permanencia en Buenos Aires, porque algunos dirigentes del partido me aconsejaron que volviera á mi provincia, donde podía hacer falta: la inminente rebelión de la