XVII
Me pareció oportuno realizar el proyectado viaje á Buenos Aires, antes de decidir lo que había de hacer. Pedí licencia á la Cámara y algunas cartas de presentación de mis amigos del Gobierno para los «ases» de la gran capital.
Con esto, mi diploma de diputado, mi calidad de periodista y mi apellido patricio, salí, seguro del éxito, en busca de mis primeras aventuras bonaerenses. Las puertas del mundo oficial y las de muchos salones provincianos, abriéronse de par en par ante mí. Visité á varios miembros notables de mi familia, que ni siquiera tenían noticia de mí, pero que me recibieron deferentemente, poniéndose á mi disposición y dando por cumplidos todos sus deberes con esta manifestación de cortesía.
Buenos Aires estaba, desgraciadamente, muy agitado. Respirábase allí una atmósfera candente, nuncio de una tempestad. Los ciudadanos se adiestraban en el uso de las armas y en el ejercicio militar, á vista y paciencia del Gobierno de la nación, contra quien iban, impotente para reprimirlos sino con una medida de fuerza que hubiera sido señal de la revolución, quizá de la guerra civil. Las antiguas desavenencias mezcladas de celos entre Buenos Aires y las provincias hacían crisis, y esta crisis era amenazadora. En la doble capital no cabían los dos grandes poderes, el nacional y el porteño, que se disputaban la hegemonía, y el drama político empezado desde los albores de la independencia, corría rápidamente á su desenlace.
¿Cuál sería éste? ¿Triunfaría la altiva Buenos Aires sobre todo el resto del país, imponiéndose como la cabeza pensante á los