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poder para mí. Ningún detalle me parecía nimio, y todo, hombres, cosas, hechos iban almacenándose en mi memoria, que tengo magnífica.

Ahora mismo podría contar la vida y milagros de centenares de personas, tanto altamente colocadas cuanto modestas y aun insignificantes.

Formaba mi arsenal, con avidez y con paciencia, y comenzaba á utilizarlo para avezarme á su manejo.

Como aprendizaje del uso de mis armas, escribía en «Los Tiempos», diario que era una reproducción agrandada de «La Época» de Los Sunchos, y mis sueltos incisivos, mordaces, casi siempre animados con una anécdota verdadera ó imaginada, se destacaban del resto de aquella prosa indigesta y burda, lana de colchón con que se rellenaban las columnas del periodicucho. Mi fama comenzó á cundir, y ya muchos me consideraban como una personalidad naciente, mientras que otros me tenían como á un muchacho mal educado é insolente, capaz de las mayores desvergüenzas.

Entretanto, mamita, Teresa, don Higinio, Los Sunchos quedaban muy lejos, allá atrás, allá abajo, como perdidos en la bruma para siempre. Sólo, de tiempo en tiempo, una carta de Teresa venía á sobresaltarme, á turbarme un momento: su secreto, nuestro secreto, iba á dejar de serlo; la verdad se impondría dentro de muy poco, y, desesperada, me suplicaba que fuera, que arreglara las cosas, que la salvara de toda una inminente tragedia...

¿Para qué me habría yo metido en semejante atolladero?