algunos libros de Castelar, una traducción de Cicerón, otra de Mirabeau, y me puse á leer la Historia de la Revolución Francesa, que entonces me entretenía como antes las novelas de aventuras. Los discursos de la Convención me enriquecieron notablemente, y traté de imitar su vehemente entusiasmo, su heroica entereza, en la forma de los míos. Siempre que hablaba en la Cámara era como si la patria estuviese en peligro; los otros «buenos oradores», escasos entre mis colegas, hacían, por otra parte lo mismo, de modo que, á propósito de la construcción de un camino ó de cualquier otro detalle, las sesiones de nuestra humilde Legislatura, alcanzaban el diapasón de las más vibrantes y memorables de la historia.
Un discurso que pronuncié sobre el estado de las escuelas primarias en la provincia, mereció que algunos corresponsales escribieran á Buenos Aires, y dos ó tres diarios me dedicaran palabras elogiosas en los sueltos. Éste fué el mayor espolazo que haya recibido mi ambición, desde entonces pronta á desbocarse. Me propuse conocer la capital, los hombres de gobierno, el presidente de la República, ciudadano de gran talento, elocuentísimo orador él también, y ¡quién sabe! quizás abrir una brecha que me permitiese lanzarme á la conquista de aquel emporio, y triunfar, y ser allí lo que había sido en Los Sunchos, lo que era en mi ciudad provinciana, si no el primero, uno de los primeros, con un porvenir de gloria y de grandeza.
Vivía exclusivamente para la política; sólo en ella pensaba, estuviese donde estuviese, trabajando ó divirtiéndome, amando ó durmiendo, porque hasta mis sueños eran políticos, y mis amoríos buscaban mayor influencia y más