en las costumbres, debe verse en todo aquello una simple exteriorización de primitiva ingenuidad, una especie de regresión al estado natural, coadyuvada, si no fomentada, por la completa remisión de los pecados, en la que nadie dejaba de creer. Y si lo cuento es, sólo, porque estas aventuras pasajeras ahuyentaban cada día más de mi cerebro la idea del matrimonio, mientras me alejaban, también, de Teresa, un poco por temor, un mucho por desdén que las comparaciones me inspiraban. Sin una pasión que ciegue, el matrimonio es un disparate, sobre todo en la primera juventud; con la pasión que ciega, es una locura en todo tiempo. Se me dirá que los hijos imponen el matrimonio, pero esto, en la actualidad, es un craso error, aunque antiguamente pudiera resultar exacto. Los hijos toman la vida como viene, y suelen tener mejores ejemplos en una unión libre, desligable á la primera falta, que en un hogar legítimo donde, al cabo de algunos años, marido y mujer no pueden aguantarse y tienen que aguantarse aunque se desprecien y se odien, cosa que disimularán á los extraños, á los mismos amigos, pero que resultará siempre evidente para los hijos... Pero no era mi intención meterme en estas honduras, sino sencillamente, decir que cada día me afirmaba más en el propósito de no casarme con Teresa—sobre todo con Teresa,—porque, ¿cómo arrostrar á sabiendas los peligros que veía ejemplarizados á mi alrededor, el infortunio, el ridículo, quizás ambos á la vez, sin una gran compensación? Entretanto me preocupaba y me urgía la aprobación de mi diploma, pues no creería en mi buena suerte mientras no me viera en mi banca de diputado. É interrogaba á todo el
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