serie de otras visitas y de invitaciones á fiestas, comidas, tertulias, bailes, en que siempre era yo el niño mimado por excelencia. Todo el mundo veía despuntar en mí un astro nuevo, un hombre predestinado por la fortuna para ocupar las más elevadas posiciones, porque nadie quería creer en mi mérito excepcional ni en los servicios que pudiera haber prestado al país, considerándome, sólo, como una criatura nacida de pie. Y una tarde, ¿á quién se dirá que me veo aparecer en el cuarto que me servía de sala de recibo? ¡Pues, á don Claudio Zapata, en cuerpo y alma! Pero esto sería bien poco, si tras él no hubiera asomado la soldadesca figura de misia Gertrudis, con sus alforjas al pecho, y su enorme masa de cabellos castaños que parecía aplastarle y derretirle la cara, llena de grandes arrugas reunidas en la antigua papada, que ya no era sino una especie de vejiga vacía.
—¡Oh! ¡don Claudio! ¡Oh! ¡misia Gertrudis!—exclamé sin poder contener la risa.—¡Cuánto bueno por acá! —Hemos venido—dijo ceremoniosamente don Claudio, interpretando mi hilaridad como manifestación de cariño,—hemos venido, seguros de que no habrás olvidado á los que te sirvieron de padres, á los que, educándote, algo severamente, es cierto, te prepararon por eso mismo para la posición que hoy ocupas.
—¡Oh, don Claudio! ¡y cómo me he de olvidar! —Eras un muchacho travieso, muy travieso, pero se veía claro que harías camino—agregó misia Gertrudis.—Siempre se lo he dicho á Claudio y á tu tata, que esté en gloria. ¡Pobre don Fernando! ¡Quién había de decir! Todavía tengo su última carta, y la guardo como oro