instinto, como un ademán subconsciente que me defendiera de un peligro imprevisto, atávicamente revelado á no sé qué parte de mi ser.
Y, dominada ó atontada por mi elocuencia, Teresa se tranquilizó, me abrazó, me besó, me hizo mil caricias, y, en la cesión completa de su cuerpo y de su alma, hasta prometió no decir nada á don Higinio, mientras yo no se lo mandase.
Una vez á solas, me di cuenta del atolladero en que me había metido. ¡Qué á punto venían las insinuaciones de de la Espada! Si hubiera hablado meses atrás... Pero, como dicen las comadres: «Después del niño ahogado...
¡María, tapa el pozo!»... ¡Bah! Todavía nadie se ha muerto de eso. En el peor de los casos, no tendré de qué quejarme. Pero...
La verdad, la verdad es que preferiría no casarme, porque aquella muchacha carecía de atractivos, ó si los tenía eran menores cada vez.
Teresa no me interesaba, ó me interesaba poco, ya sin prestigio ni misterio, con sus grandes ojos de ternera conmovida, su cutis de magnolia, su ceceo infantil, su candor de paisanita.
Eso está bueno para pasar un rato ¡pero toda la vida!...
XVI
En la ciudad, alcancé un éxito que no me esperaba.
Muchos de los antiguos condiscípulos que me perseguían en el Colegio, y que todavía no habían logrado hacerse una posición, ni terminar una carrera, fueron á visitarme en el Hotel de la Paz, y me colmaron de felicitaciones, lisonjas y bajezas, tras de las cuales solía transparentarse la envidia, una envidia rayana en odio. Éste fué el prefacio de una larga