Muy tarde, casi á la madrugada, me vi por fin libre de las amables impertinencias del triunfo. Muchos me acompañaron hasta la puerta de la casa, pero, adentro ya, no sé por qué se me ocurrió que Teresa estaría en la huerta, pese á la hora intempestiva, como una esposa abnegada que aguarda al marido calavera. Y, en la satisfacción de la victoria, que ablanda los corazones, quise que, en tal caso, la tonta fuera feliz. Esperé á que mis acompañantes, que cantaban entusiasmados, estuvieran lejos, atravesé la calle y entré en la huerta, casi seguro de no encontrar á nadie, aunque esto hubiera lastimado hondamente mi amor propio...
Pero allí estaba la muchacha, agitada y nerviosa.
—Ya creí que no vendríaz—me dijo con su voz cantante.—El zeñor diputado ze hace decear...
Tenéz razón... ¡Lo único que ziento ez que ahora te me iraz!...
—Me iré... Me iré; pero volveré á cada rato.
¡Estamos tan cerca de la ciudad! Me había echado los brazos al cuello y se empinaba para, en medio de la obscuridad, ver y hacerme ver, en mis ojos y en los suyos, el reflejo de las estrellas que poblaban el cielo, titilantes é innumerables.
—¿Vendraz á menudo?—preguntó, mimosa.
—Cuantas veces pueda.
—¡Sí! Ez preciso que vengaz—y recalcó exageradamente el «es preciso».—No zé todavía...
Pero me parece que tengo que decirte... una coza...
Me dió un calofrío, tanto temor y tanta alegría vibraban á la vez en sus palabras. ¿Sería?...
Pero la insólita entrevista no se prolongó, ni era posible que se prolongara, porque ya comenzaba á amanecer.