fortuna, aunque ahora valga poco. Si el país sigue adelantando, de repente vas á ser más rico que Anchorena. Y no te digo más.
Lo abracé, bailando.
—¡Oh, don Higinio, cómo le podré pagar!...
Me apartó, sonriente y meneando su cabeza de león manso, se puso á armar con cachaza un cigarrillo negro. Después, agregó con calma un poquito conmovida:
—Yo no te pido nada. Sé lo que valés y te tengo confianza... Además, también lo hago por Teresa, que te quiere mucho y será una compañera de mi flor... Eso te lo garanto, porque los Rivas somos todos como platita labrada, muy «derecho viejo», más leales que un perro...
Y, ahora, muchacho, tené mucha paciencia y estáte muy calladito la boca, no sea cosa que nos conozcan el juego.
Y me mandó que me fuera, sin querer escuchar mis protestas de gratitud.
XV
Teresa me contó aquella noche que la casa era una romería desde que don Higinio se había encargado de arreglar aquel asunto. Sabiéndolo con una diputación en la mano, chicos y grandes iban á pedírsela, y lo colmaban de ofrecimientos, de promesas, de manifestaciones entusiastas. El viejo no soltó prenda.
Todos se marchaban creyendo en la posibilidad de resultar agraciados, pero sin ninguna palabra decisiva; enumeraba los méritos de cada uno, en su presencia, alababa los servicios prestados á la causa, decía con aire protector «veremos lo que piensan en la ciudad», y daba sendos apretones de mano. Los pechos de todos los ambiciosos de Los Sunchos palpitaban