un fantasma, sin ser ya ni la sombra de la mujer de antes, que, taciturna y resignada, tenía, sin embargo, manifestaciones simpáticas y amables para todos.
—¿Por qué te afliges tanto, mamita?—me atreví á decirla una vez.—Al fin y al cabo, tatita no te hacía tan feliz...
Me miró espantada, como si acabara de blasfemar, y exclamó:
—¡Mauricio! ¡Era tu padre! La religión de la familia primaba en ella, sobre cualquier otro sentimiento, sobre todo raciocinio.
Así fué pasando lenta y monótonamente el tiempo, hasta que don Inginio quiso un día complementar con un golpe maestro la magnífica ayuda que nos había prestado, poniendo en marcha de un modo decisivo su proyecto de «hacerme hombre».
Ocurrió que, en la lista de candidatos oficiales por nuestro departamento, figuraban dos ó tres que no eran, ni con mucho, de la devoción de las autoridades sunchalenses. Uno de ellos, sobre todo, Cirilo Gómez, ex vecino de Los Sunchos, y culpable de una grave indiscreción sobre el manejo de los fondos municipales y de la tierra pública, era enemigo personal de Casajuana y de Guerra, que habían contagiado con su odio á don Sandalio Suárez, el comisario de policía. Los tres, saliéndose de madre, protestaron violentamente contra los proyectos electorales de sus jefes (las listas les llegaban siempre hechas de la ciudad, y ellos las hacían votar á ojos cerrados, obedeciendo al Gobernador) y declararon que no votarían jamás aquélla, si no era modificada de acuerdo con sus deseos, eliminando la candidatura ingrata de Cirilo Gómez; y, llegando en su indignación á la amenaza, juraron que, en caso de ver desairada su