en las afueras del pueblo, mientras un hombre corría á avisar al médico y á buscar un coche.
Yo esperaba encontrarlo en su sentido, incorporado y pronto á emprender la marcha; pero seguía inerte, tibio aún, y no fué posible hacerle tragar una gota de la ginebra llevada á prevención. El doctor Merino, que llegó diez minutos después, sólo pudo comprobar el fallecimiento.
No omitiré aquí un episodio que, pese á las circunstancias trágicas, me ocupó un instante, produciéndome honda impresión. Fidel Gomensoro, uno de los paisanos que me habían acompañado, oyendo que el zaino de tatita resollaba y se quejaba casi como una persona, se acercó á examinarlo.
—Tiene las dos patas quebradas—dijo.—Hay que despenarlo.
Y, sacando el facón de la cintura, con ademán resuelto, de un solo tajo lo degolló, consumando así, sin pensarlo, un sacrificio usual en la tumba de los antiguos señores de la pampa...
El cadáver del pobre tatita fué tendido cuidadosamente en el carruaje, y yo lo seguí al paso de mi caballo, sin saber lo que me ocurría, como si yo también hubiese recibido un golpe en la cabeza... Antes de llegar al pueblo, nuestro pequeño grupo había aumentado considerablemente, y al pasar por las calles principales, dirigiéndonos á casa, formábamos ya un imponente cortejo: la noticia había cundido y todo el mundo acudía, los amigos, los indiferentes y los enemigos, atraídos por la pena, la curiosidad ó la disimulada satisfacción. Entretanto, algunas mujeres rodeaban ya á mamita, preparándola para la horrible sorpresa. Al oirnos llegar, se precipitó hacia el carruaje, presintiendo que sólo encontraría un cadáver. La escena fué