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en la nuestra, y sólo se arribaba á un acuerdo, cuando nos proponíamos hacer una sola de las dos familias, cosa fácil, dada la amistad que las vinculaba.

—¡Lo malo es que así, nunca estaremos solos!—objetaba yo.—Siempre tendremos á uno de los viejos pisándonos los talones.

—¿Y eso, qué le hace?—replicaba Teresa.—Si no nos quisiéramos sería otra cosa, ¡pero nos queremos tanto!...

Pero, vamos al caso. Una tarde, y como solía desde que yo iba «haciéndome hombre», tatita me invitó á montar á caballo y acompañarlo hasta una chacra, á dos ó más leguas del pueblo, donde tenía un negocio pendiente que era preciso arreglar sin pérdida de tiempo. Su invitación era una orden, y no desagradable, porque nunca he visto más jovial compañero de viaje, y jamás me he aburrido á su lado.

No tardaría mucho en hacerse noche, porque habían dado ya las siete, pero el asunto urgía y ambos estábamos acostumbrados á recorrer el campo á cualquier hora, sin miedo al rayo del sol de mediodía, ni á las «luces malas» de la media noche. Llegamos á la chacra cuando acababa el día, con una puesta de sol admirable que envolvía la pampa entera en un manto de púrpura. Tatita arregló en un cuarto de hora ó veinte minutos lo que tenía que arreglar, apretamos nuevamente la cincha á los caballos y emprendimos el regreso. Era casi completamente de noche. Sólo una línea pálida, al Oeste, señalaba el sitio por donde se había marchado el sol. El crepúsculo, engañoso, nos fingía paisajes desconocidos, contagiándonos con su propia vacilación. Sin dejar de ver, no discerníamos la naturaleza de las cosas vistas, y sólo una larga práctica nos permitía seguir sin desviarnos la cinta descolorida del camino.