—No, eso no, Mauricio. Me has prometido portarte bien, y por eso estoy aquí. Conversemos cuanto quieras, pero con juicio. Mira que ya no somos criaturas.
¡Sonsa! ¡Más que sonsa! Había tanta tranquila resolución en su acento, que me quedé cortado, sin acertar á decir palabra. La entrevista perdió para mí todo su encanto. ¿Quién la hacía tan cauta? ¿Cómo, en su inocencia y en su afecto, real y grande, hallaba, sin embargo, fuerzas para resistir? No lo sé, aunque me parece efecto de la educación, no de las lecciones paternas, sino de las charlas íntimas con las amigas que van revelándose mutuamente la vida y sus peligros.
Pensé que el «cuarto de hora» no había sonado ó había pasado ya, pero, repuesto de la primera impresión, logré decirla algunas nuevas ternezas, prometiéndola ser más serio en adelante, no importunarla en otra cita que pedí para la siguiente noche.
—Sí, vendré. Pero tienes que jurarme que estarás quietito.
Le estreché la mano, y me fuí, rabiando conmigo mismo. Debía haber sido más audaz, debía...
Y me puse á forjar para lo futuro planes de seducción análogos á los leídos en las novelas, recordando al propio tiempo el aforismo de de la Espada: «Para conquistar á una mujer desinteresada, se necesita mucho tiempo y mucha paciencia. Á su tiempo maduran las uvas, y el pobre porfiado saca mendrugo, mientras que el exigente se queda afeitado y sin visita».
Pero me parecía que nuestros amores duraban ya tanto, tanto...
—¿Será que no me quiere? ¿Ó tiene la decidida voluntad de que me case con ella, y sabe que para eso es necesario no ceder? ¡Diablo de