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efecto, por lo menos en su propio suelo; porque la conquista es un azar que acaso depende más de las faltas de los vencidos que del genio del vencedor.

Afírmase con razón que en Petersburgo no se puede decir de una mujer que es tan vieja como las calles: Itan moderna es la ciudad! Los edificios conservan una blancura deslumbradora, y de noche, alumbrados por la luna, parecen grandes fantasmas blancos que miran inmóviles el curso del Neva. No sé en qué consiste la belleza particular de este río; pero jamás he visto otro de ondas tan límpidas. Unos muelles de granito de treinta verstas de longitud bordean el río, y esta magnificencia del trabajo humano es digna del agua transparente que decora. Si Pedro I hubiera encauzado tales trabajos hacia el Sur del Imperio, no habría creado la marina que deseaba; pero se hubiera tal vez conformado mejor al carácter de su nación. Los rusos habitantes de Petersburgo parecen un pueblo meridional condenado a vivir en el Norte, que se esfuerza en luchar contra un clima opuesto a su naturaleza. La gente del Norte es de ordinario muy casera y temerosa del frío, precisamente porque es su enemigo de todos los días. Las gentes del pueblo, entre los rusos, no han adquirido tales costumbres; los cocheros esperan diez horas a la puerta durante el invierno, sin quejarse; se acuestan sobre la nieve, debajo de los coches, y trasladan las costumbres de los lazzaroni de Nápoles al grado 60 de latitud. Vé#