era cosa perdida, porque hubieran querido correr mi misma suerte.
Estando en esta ansiedad, el señor de Montmorency, con quien me unía una amistad de veinte años, vino a verme, como ya lo había hecho varias veces durante mi destierro. Es verdad que desde París me escribieron que el Emperador había manifestado su desagrado contra toda persona que fuese a Coppet, y, sobre todo, contra el señor de Montmorency, si iba allá de nuevo. Pero confieso que no quise pensar en estos dichos del Emperador, que a veces los prodiga para asustar, y me opuse con poca energía a los proyectos de!
señor de Montmorency, que, generosamente, trataba de tranquilizarme en sus cartas. Hice mal, sin duda; pero ¿quién podía prever que se imputaría como un crimen a un antiguo amigo de una mujer desterrada el ir a pasar unos días con ella?
La vida del señor de Montmorency, consagrada enteramente a las obras piadosas o a los afectos de familia, le tenía de tal modo apartado de la política, que, a menos de querer desterrar a los santos, me parecía imposible que se persiguiera a un hombre así. Me preguntaba también qué utilidad sacarían de ello; pregunta que siempre me he hecho cuando se trataba de la conducta de Napoleón. Yo sé que no vacila en cometer cualquier maldad, siempre que le sea útil; pero no siempre adivino hasta dónde llega, en todas direcciones, su inmenso egoísmo, lo mismo en lo