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dadanos, con garantía permanente, los beneficios que un soberano virtuoso podía, por modo pasajero, conceder. Pero Bonaparte, ¿qué ofrecía?

¿Llevaba a los pueblos extranjeros más libertad?

Ningún monarca europeo se hubiese atrevido a cometer, en todo un año, las arbitrarias insolencias que Bonaparte cometía en un día solo. Iba únicamente a hacerlos cambiar su tranquilidad, su independencia, su lengua, sus leyes, sus bienes, su sangre y sus hijos por la desgracia y la vergüenza de ser aniquilados como naciones y despreciados como hombres. Iba, en fin, a comenzar la empresa de la Monarquía universal, el más temible azote que puede amenazar a la especie humana, y causa segura de eternas guerras.

A Bonaparte no le agrada ninguna de las artes de la paz; sólo se divierte en las conmociones violentas producidas por las batallas. Ha concertado muchas treguas, pero nunca se ha dicho seriamente: ¡Ya basta! Su carácter, inconciliable con el resto de la creación, es como el antiguo fuego griego, que ninguna fuerza natural puede extinguir.

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