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Estaba obscuro en la habitación. Guardamos largo rato silencio, sin vernos uno a otro, pero sumidos en los mismos pensamientos. Cuando comencé a hablar me pareció que era otro el que hablaba; hasta tal punto era extraña mi voz, que se diría la de un hombre ahogado por la sed.

—¿Y qué vamos a hacer? Yo tengo que ir.

—¿Y ellos?

—Te quedarás en su compañía. Con la madre les bastará. Yo no puedo quedarme.

—¿Y yo? ¿Crees que yo puedo?

Aunque no dió ni un paso, sentí que se iba, que estaba ya muy lejos, muy lejos. Tuve frío en el corazón, le tendí las manos, y, apartándolas, dijo:

—Una fiesta semejante no tiene lugar sino una vez cada cien años, y quieres alejarme de ella. ¿Por qué?

—Podrían matarte, y entonces... ¿qué sería de nuestros hijos? Perecerían.

—El destino los protegerá. Además, aunque perezcan...

¡Era ella la que me lo decía, mi mujer, con la que había vivido durante diez años! Horas antes no quería saber nada que no se refiriese a sus hijos; horas antes, sólo pensaba en ellos y tenía por ellos el alma en un hilo; horas antes escuchaba atenta e inquieta todos los rumores amenazadores y parecía asustadísima. ¡A la sazón, qué cambio!

Sí; horas antes, sí. Pero ¿acaso no había yo también cambiado al cabo de esas horas? ¿Acaso