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mí. Yo los había mirado durante diez años y creía conocerlos mejor que los míos; pero en aquel instante había en ellos algo nuevo que yo no acertaba a definir. ¿Era orgullo? No; era una expresión extraordinaria.

Le cogí la mano, que estaba fría. Me respondió con un fuerte apretón, en el que había también algo nuevo, desconocido hasta entonces para mí. Nunca me había estrechado de aquella manera la mano.

—¿Hace mucho tiempo?—le pregunté.

—Cosa de una hora. Mi hermano ya se ha ido. Sin duda, temiendo que tú no se lo permitieses, lo ha hecho con sigilo. Pero yo lo he visto.

¡Era, pues, verdad! ¡Aquello había llegado!

Me levanté y me lavé despaciosamente, como lo hacía siempre por la mañana, después de una noche entera de sueño. Mi mujer me alumbraba con la bujía. Luego la apagamos y nos asomamos a la ventana, que daba a la calle.

Corría el mes de mayo. Al abrir la ventana, el cuarto se llenó de un aire delicioso, que seguramente no se había nunca respirado en la enorme y vieja ciudad.

Hacía ya días que las fábricas no trabajaban y que por la vía férrea no pasaban trenes.

No impurificado por el humo de las chimeneas ni por el polvo del carbón, el aire olía a campo, a jardines en flor, a rocío. No hay palabras que den idea del delicioso olor del aire en las noches primaverales, lejos de la ciudad.