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la ató un pedazo de papel a la cola del viejo gato, obeso y grave, y él mismo se rió como un loco.

El lunes, en el recreo de entre las clases, rogó a sus compañeros que se quedasen en el aula y subió a la tarima.

—¡Señores!—dijo con voz trémula, fijando la mirada en Avramov—. Compañeros, ¡qué diablos!, no, señores, escuchadme bien: Avramov me insultó llamándome canalla—Avramov enrojeció y bajó los ojos—. Hizo mal. Sí, hizo mal. Debió decir: "¡Sois todos unos canallas!" Pero ya que no lo dijo él, lo digo yo: somos todos unos canallas. ¡Sí, unos canallas, unos traidores, unos grannujas!...

Chariguin fijó la mirada en la boca abierta del "filósofo" Martov, y añadió:

—...y unos bestias. Uno para todos, todos para uno, he aquí cómo hay que vivir. Y si le pegué a Avramov, fué... Merezco... merezco...

La voz del elocuente orador fué de pronto cortada por los sollozos. Bajando veloz de la tarima, se lanzó hacia la puerta. Manos innumerables le detuvieran, le hicieron prisionero,

—¡Vais a ahogarme!—exclamó—. ¡Dejadme en paz, diablos!

Consiguió soltarse y desapareció. Durante largo rato le buscaron en vano.

Cuando los colegiales, media hora después, entraron nuevamente en clase, vieron con asombro, a la entrada del aula, una magnífica caricatura que representaba, en posturas absurdas, al direc-