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so en aquel instante, no la admiración a que le tenían habituado, sino la piedad.

"¡Canallas!", pensaba Charigruin, englobando en esta calificación a la clase entera y a cuantos estaban disconformes con él.

Le sublevaba que siendo todos responsables de la traición, él sólo fuera castigado.

"¿Por qué?"—se preguntaba con cólera, viendo que hasta Rochvestvenski, que había insistido más que nadie en la necesidad de la denuncia, le despreciaba ahora.

Miraba retador a sus compañeros, les decía cosas malévolas, daba con el codo al pasar a los sospechosos; pero los colegiales no le hacían caso y se contentaban con encogerse de hombres. Como un día le oyesen expresar su extrañeza de que el director no hubiera ya aplicado algunas medidas represivas, sus compañeros se hicieron los sordos y se dispersaron. Logró detener a Rochvestvenski, que, aunque se dejó convencer de que tenía razón, ponía una cara tan lastimosa que Chariguin no insistió más.

—¡Todos son unos canallas!—exclamó con cólera.

Pero nadie le contestó. El hubiera querido que le hablasen, que le probasen que había obrado mal, incluso que le abofeteasen; todo le parecía preferible a aquel terrible silencio.

Hasta se le antojaba que los profesores también le miraban con malos ojos. Bochkin, el profesor de historia, un señor independiente que decía