mundo entero, donde existían mujeres tan insoportables. Acabó por no saber ya lo que se decía.
—¡Esto no es una discusión!—exclamó—. ¡Es una danza de salvajes!
Chura se echó a reír, y de repente preguntó:
—¿Cómo es ese Avramov?
—¿Quieres, quizá, que te lo presente?
—Es una tontería enfadarse por semejantes bagatelas.
—¡Para ti es una bagatela que me llamen canalla!
Retiró con cólera su mano de la de Chura, y lanzó una mirada furiosa a su bello rostro, encarnado a fuerza del frío.
Como conviene a un colegial y a una colegiala, tenían entrevistas secretas en la calle, aunque nadie les impedía verse en su casa.
—¡Basta! ¡Os propongo la paz! ¡Dadme la mano, marqués de Posa!
Chura cogió el brazo de Chariguin, lo dobló, colocó en él su manecita y siguió andando. El quiso retirar el brazo, pero le fué imposible. Tenía que someterse. ¡Siempre ocurre lo mismo con las mujeres.
Cuando llegó a su casa, Chariguin fué en busca de su padre, que estaba en su despacho, y, encendiendo un cigarrillo, le refirió la historia con todo lujo de detalles. Con gran asombro suyo, el padre también fué de parecer de que se trataba de una delación. Contrariado al ver que no le comprendían, Chariguin repitió sus argumentos,