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taba cariñosamente la juvenil cabeza del muchacho, sobre la cual, sin que él se diera aún cuenta, estaba suspendido un gran dolor.

Aquella tarde se percató de ello.

La primera persona a quien Chariguin refirió lo ocurrido fué Alejandra Nikolayevna, una alumna de último año, a quien amaba y consideraba de muchas letras y muy lista. Verdad es que sólo la consideraba muy lista cuando estaba de acuerdo con él y no le llevaba la contraria. Cuando disputaba, echaba la muchacha tan fácilmente por la borda toda la lógica y se ponía tan cabezuda, que Chariguin, asombradísimo, se preguntaba si era aquélla la misma mujer con cuya ayuda se disponía él a hacer frente a las injusticias de la vida.

Los demás, por el contrario, la encontraban muy lista precisamente cuando la oían discutir; pero Chariguin no era de su opinión.

Por añadidura, la muchacha estaba dotada de la desagradable facultad de penetrar las flaquezas que más interés había en mantener ocultas.

—Haces mal en estar orgulloso—le dijo Alejandra Nicolayevna cuando él le contó el incidente—. Has cometido una vileza.

¿Estaba orgulloso? ¡Qué locura! No había hecho sino cumplir su deber de hombre honrado; sí, de hombre honrado. Y creyendo que Alejandra Nicolayevna no se había enterado bien, la hizo fijarse de nuevo en los detalles de la historia, que, según su profunda convicción, establecían de un