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tro de algunos minutos recibiría un bofetón que le haría ver las estrellas y le pondría la mejilla como un tomate

El corazón de Chariguin empezó a latir con más fuerza. Bien quería él que nada de aquello ocurriese; daría cualquier cosa por no verse obligado a pegarle a Avramov; pero no tenía más remedio. Estaba completamente en su derecho. Perdería toda la estimación de sus compañeros si dejaba impune aquel insulto inmerecido. Chariguin recordó cuanto había él dicho y cuanto habían dicho los demás, y se afirmó en la idea de no haber merecido aquel grosero insulto. La cabeza negra y los dedos blancos de Avramov suscitaron en su corazón un sentimiento de malevolencia. Tuvo un poco de miedo, porque Avramov era un muchacho fuerte, y, como es natural, le devolvería la bofetada. Pero no había más remedio. Debía dársela, y se la daría.

La campanilla sonó en el corredor. El profesor se dirigió lentamente a la puerta. Detrás de él, estirando sus miembros entumecidos, marchaban los alumnos.

Pero Chariguin les gritó con extraño acento:

—¡Un instante, señores!

Muchos de aquellos señores, que habían olvidado completamente lo ocurrido, se volvieron y miraron a Chariguin con asombro. ¡La expresión de su rostro era tan extraña!

Chariguin se acercó a Avramov.

—¿No quieres, pues, pedirme perdón?