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Rochvestvensky le salió al encuentro. Rochvestvensky, durante la reciente discusión entre los colegiales, había gritado más que ninguno y los había vuelto locos a todos. Como si se tratase de una bonísima noticia, se apresuró a comunicarle a Chariguin:

—¡Avramov dice que eres un canalla!

Avramov, en pie junto a la estufa, muy pálido, dirigió despectivamente la mirada por encima de las cabezas a un punto lejano...

—¡Avramov! ¿Es verdad que me has dicho canalla?

—Sí.

—¿Quieres pedirme perdón?

Avramov guardaba silencio. Toda la clase presenciaba la escena con los nervios en tensión.

—¡Di!

En aquel momento entró el sacerdote que enseñaba religión y moral. Los alumnos, con aire contrariado, ocuparon sus puestos. Los minutos se les antojaban larguísimos. Les parecía que el tiempo se había detenido para evitar el mal que estaba a punto de realizarse.

Chariguin, que tenía su sitio en el último banco, fingía estar leyendo un libro; pero de cuando en cuando levantaba los ojos y examinaba con extraña curiosidad la espalda encorvada de Avramov y su cabeza, inclinada también sobre un libro.

Avramov tenía el pelo negro y crespo; sus dedos, en los que apoyaba la cabeza, parecían extrañamente blancos. ¿Estaría pensando que den-