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pable, al no acceder a confesar, comprometía a toda la clase, la exponía a un severo castigo, rompiendo, eo ipso, los lazos de compañerismo con los demás alumnos.

Cuando se marchó el director, todos los colegiales empezaron a discutir apasionadamente la cuestión, que, después del discurso de Miguel Ivanovich ofrecía un aspecto nuevo e inesperado. ¡Por culpa del asno que había cometido aquella idiotez y que no quería confesarla, algunos alumnos pobres se verían obligados a dejar el liceo!

Una hora más tarde, Chariguin y otros dos alumnos le pidieron una entrevista al director, a la sazón en su despacho. Salió al corredor con un cigarrillo en la boca; tenía una visita de importancia, y sólo podía atenderles un momento. En nombre de todos sus compañeros, Chariguin le hizo saber que no había sido posible descubrir a los culpables, pero que recaían vehementes sospechas sobre tres colegiales: Avramov, Valich y Osnovsky. La clase esperaba que, después de tal declaración, los demás no sufrirían las consecuencias enojosas de la travesura.

El director dirigió una mirada atenta, aunque rápida, a Chariguin, le cumplimentó y respondió que reflexionaría sobre lo que acababa de oír.

Las felicitaciones del director enorgullecieron mucho a Chariguin, aunque hasta entonces le había también enorgullecido no poco el que los profesores le considerasen como un elemento perturbador. Cuando llegaba al aula, su compañero