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El inspector dirigió a los alumnos un violento discurso, que no tuvo éxito. Aquel checo, que en seguida se encolerizaba, empezó a hablar en tono tranquilo; pero a las pocas palabras se puso encarnado, como si le hubieran tirado a la cara agua hirviendo, y prorrumpió en gritos injuriosos:

—¡Granujas! ¡Pilletes! ¡Bribones!

El director pronunció un discurso seco, pero convincente. Hizo notar a los alumnos, que le escuchaban en silencio, la estupidez de aquella travesura, y les encareció su gravedad. Chariguin, que en los momentos críticos era siempre el portavoz de la clase, se levantó y respondió al director:

—Estamos de acuerdo con usted, Miguel Ivanovich, y todos decimos lo mismo. Pero ninguno de nosotros ha hecho los dibujos, y estamos todos asombrados.

El director se encogió de hombros con desconfianza, y declaró que si los culpables confesaban serían perdonados. Si no, a todos los colegiales se les pondría mala nota en conducta, y—lo que aun era peor—a los alumnos pobres, que hasta entonces no habían pagado sus estudios, se les obligaría a pagarlos en adelante. Añadió que bien sabían todos que él cumplía siempre su palabra.

—¡Pero si nadie quiere confesar!

El director respondió que, en vista de eso, toda la clase debía dedicarse a averiguar quién era el culpable, cosa que en modo alguno se oponía a la solidaridad y al compañerismo, puesto que el cul-