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—¡Se diría que mira!
Miraba, en efecto.
—¡Se diría que escucha!
Escuchaba, en efecto.
—¡Se dirige hacia nosotros!
No; estaba inmóvil. La masa enorme, deforme, ciega, no se movía; en sus contornos fantásticos se reflejaba débilmente el resplandor de las luces de la ciudad.
Abajo, a sus pies, se deslizaba, entre las orillas obscuras, el río negro; las tinieblas se agitaban como seres vivientes. Iban pasando, uno tras otro, conducidos por la corriente, cadáveres que desaparecían en la sombra. Eran innumerables, y avanzaban lentos, taciturnos, como sumidos en reflexiones negras y frías, cual el agua sobre que flotaban.
En lo alto de la torre, de donde habían sacado aquella mañana al soberano para llevarlo al lugar de la ejecución, dormía, bajo el péndulo, con un sueño profundo, el relojero tuerto.
Había pasado el día muy contento, porque todo era quietud en la torre, y había llegado a cantar de alegría. Hasta el anochecer estuvo paseándose con satisfacción por entre las ruedas de la máquina. Examinaba solícito los cables, los rodajes y las palancas; pero evitaba mirar al péndulo, como si estuviera enfadado con él. No obstante, acabó por mirarle y se echó a reir. El péndulo le contestó riendo también. Se balanceaba, regocijadísima, la ancha cara de cobre, y reía: