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De la ciudad iluminada llegaba, de vez en cuan do, ruido de voces, de risas, de cantos.

La gente se divertía aún.

—¡Hay que matar el poder!—dijo el primer interlocutor.

—Hay que matar a los esclavos; son más peligrosos que los tiranos... He ahí un cadáver, y otro, y otro. ¡Cuántos! ¿De dónde vienen? Aparecen bajo el puente de una manera inesperada.

—Y, sin embargo, los esclavos aman la libertad.

—No, lo que hacen es temer el látigo. El día que amen de veras la libertad, serán libres de veras.

—¡Vámonos de aquí! La vista de los cadáveres me da náuseas.

Decidieron marcharse. En la ciudad resplandecían las luces, y el río parecía aún más negro. De pronto advirtieron algo denso y vago, que se diría nacido al contacto de las tinieblas y la luz. Hacia el Este, a lo lejos, allá donde el río se perdía entre las orillas obscuras y las tinieblas, se agitaban como seres vivientes, alzábase como una humareda, algo enorme, deforme y ciego. Gigantesco e inmóvil, aunque no tenía ojos, miraba; aunque no tenía brazos, los tendía en dirección de la ciudad; aunque no vivía, parecía estar animado.

—Es la niebla, que se levanta sobre el río—dijo el primer interlocutor.

—No, es una nube—dijo el segundo.

Eran las dos cosas: la niebla y una nube.