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gollaron, unos guardando un silencio sombrío, y otros jurando y blasfemando. Había quienes, bus cando el martirio, afrontaban las iras de la multitud, gritando con todas sus fuerzas:

—¡Viva el Vigésimo Primero!

Y perecían.


El día tocaba a su fin; la noche—solemne y tranquila, porque no tenía ojos para ver—empezaba a tender sus sombras sobre la ciudad.

En la ciudad se habían encendido ya las luces; pero el agua del río se deslizaba bajo el puente, negra como la tinta. Sólo brillaban hacia aquella parte de la ciudad las ventanitas de la torre, tras cuya masa negra moría poco a poco el crepúsculo vespertino. Dos hombres, en pie sobre el puente y de codos en la balaustrada miraban la profundidad misteriosa y obscura del agua.

—¿Crees que hoy se ha inaugurado el reinado de la libertad?—preguntó uno de ellos en voz baja.

—Mira, un cadáver pasa por debajo del puente—dijo el otro, también con voz queda, fijándose en el rostro muerto del cuerpo que flotaba en el río.

—Pasan muchos cadáveres camino del mar, como ése.

—No tengo confianza en la libertad de ese pueblo, que se regocija de tal modo por la ejecución de un rey nulo.