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ma de la muchedumbre, ya desaparecía. El que encontraba un charquito de sangre no enjugado aún bajo sus pies, mojaba en él el pañuelo, los extremos de sus vestiduras. Algunos se untaban los labios con aquella sangre y se trazaban en la frente signos extraños; querían inaugurar así el nuevo reinado de la libertad.

La muchedumbre estaba como ebria de alegría salvaje. Sin cantar, sin pronunciar palabra, daba vueltas y vueltas en una danza extraña y loca, se agitaba, corría en todas direcciones, haciendo tremolar al viento, a modo de banderas, trapos ensangrentados; se dispersaba por las calles, llenándolas de gritos, de ruido, de risas nerviosas. Se pretendió cantar; pero el canto se le antojó a la multitud demasiado lento, demasiado rítmico, y se puso de nuevo a gritar y a reír.

Luego se dirigió a la asamblea nacional, para darle las gracias por haber librado del tirano a la patria, y en el camino echó a correr detrás de un traidor, que gritó:

—¡El rey ha muerto, viva el rey! ¡Viva el Vigésimo Primero!

Y lo ahorcó.

No pocos de los que seguían amando secreta mente al rey, no pudiendo soportar la idea de que le habían cortado la cabeza, se volvieron locos. Otros, algunos de ellos nada valerosos, se suicidaron. Hasta el último momento habían esperado algo, habían creído que sus oraciones serían oídas por Dios; pero la ejecución los desesperó y se de-