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se diría que era una cabeza de alfiler de dos colores diferentes. Era la cabeza del rey. Por fin...

Los que se llevaban el ataúd con el cuerpo y la cabeza reales atropellaban a la gente y lanzaban gritos amenazadores. Se temía que la furia del pueblo no perdonara ni los restos del tirano. Era terrible el pueblo. Dominado por su ancestral miedo de esclavo, no creía todavía en la realidad de lo que acababa de ocurrir, en que la cabeza del omnipotente, del inaccesible soberano hubiera sido cortada por la cuchilla del verdugo. Y la muchedumbre hacía esfuerzos desesperados para abrirse paso hacia el patíbulo, queriendo convencerse: la vista y el oído engañan con frecuencia, y quería tocar con sus propias manos el patíbulo, respirar el olor de la sangre real y mojarse en ella las manos. La gente se pegaba, se estrujaba, se empujaba, gritaba. Algo blando, como un saco de trapos, rodó entre los pies de la turba: era un hombre aplastado. Luego otros, después un tercero, corrieron igual suerte.

Cuando llegó al patíbulo, la gente empezó a arrancar de él, con mano temblorosa, pedacitos de madera, sirviéndose para ello frecuentemente de las uñas y ensangrentándoselas. Algunos se apoderaban ávidamente de trozos demasiado grandes, de vigas enteras; pero les pesaban con exceso, y a los pocos pasos les hacían caer a tierra. Entonces, la multitud cubría al hombre que se debatía en el suelo, y la viga, cual si estuviera viva, ya mostraba uno de sus extremos por enci-