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con dificultad en aquella atmósfera pesada. Alguien acababa de hablar. Le aplaudían...

En el fondo del agujero, entre dos bujías, se destaca la faz del Vigésimo. Enjuga el sudor de su frente con el pañuelo, se inclina sobre la mesa y comienza a hablar, balbuciente; lee su primer discurso, que ha escrito para defenderse. Debe de tener un calor horrible. ¡Vamos, Vigésimo! ¡Eres rey! ¡Eleva la voz, trata de ennoblecer la vergüenza de la cuchilla y del verdugo!

Pero no, el pobre imbécil sigue balbuciendo, con su aire grave y trágico.

VIII

Mucha gente asistía a la ejecución del soberano desde los tejados de las casas. Pero ni siquiera en los tejados había bastante sitio para todos los que querían presenciarla, y no pocas personas tuvieron que privarse de ver cómo se ejecuta a los reyes.

Las altas y estrechas casas que, en vez de tejados, tenían aquel día cabellos, parecían vivas. Sus ventanas abiertas semejaban ojos negros. Los campanarios estaban también llenos de gente, aun que desde ellos no se veía nada.

Mirado desde los tejados, el patíbulo parecía un juguete, algo así como un carricoche infantil boca abajo y con las manivelas rotas. No había un torno sino algunas figuras aisladas; más lejos,