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dos, unas palabras como escritas con unas enormes letras negras:

—¡Muera! ¡Muera el tirano!

Los dos permanecían en pie, escuchaban y pensaban en cualquier cosa. El tiempo pasaba y permanecían inmóviles en medio de las proyecciones furiosas del fuego y del humo. Les parecía hallarse allí hacía ya siglos. Millares de años les rodeaban con el silencio majestuoso y amenazador de la eternidad; las sombras y los resplandores se agitaban furiosamente; las voces ya bajaban, ya subían de tono, y penetraban por las ventanas, como salpicaduras de un mar tempestuoso. A cada momento era más perceptible el acompasado ritmo de las olas y el magno rumor de la marea.

—¡Muera! ¡Muera el tirano!

Los dos se movieron un poco.

—Vamos por allá.

—Vamos. ¡Qué tonto he sido al figurarme que la lucha contra la tiranía acabaría hoy!

—Lo que hace es comenzar. ¡Vamos!

Corredores obscuros, escaleras de piedra, salones silentes, fríos, sordos como cuevas y, de pronto, la luz, el calor, como de un alto horno llameante, el murmullo loco de la voces, incoherente y vago, como si centenares de papagayos en jaulados charlasen todos a la vez.

Abrieron, por último, una puertecilla, y vieron a sus pies un agujero enorme, lleno de cabezas humanas, alumbrado tan sólo por las lengüecillas rojas de las luces de algunas bujías, que ardían