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—No. El pueblo no lo permitiría. Hay que matarlo.

—¡Pero eso sería ridículo!

Los resplandores rojos saltaban por las paredes, trepaban, se agitaban, acompañados de vagas sombras; creeríaseles los espectros del pasado trágico y del presente. El ir y venir de unos y otras era interminable.

El ruido en la plaza aumentaba. Empezaron a oírse gritos aislados.

—Hoy he tenido miedo por primera vez en mi vida.

—Y desesperación. Y vergüenza.

—Sí, desesperación. Dame la mano, hermano. ¡Qué fría está!... Aquí, ante el peligro desconocido, en el momento de la gran vergüenza, juremos ser fieles a la desgraciada libertad. Pereceremos, lo presiento; pero al perecer gritaremos: ¡Viva la libertad! Lo gritaremos con tal voz que el mundo esclavo se estremecerá de horror. ¡Aprieta con más fuerza mi mano, hermano mío!

Reinaba en torno el silencio. Los resplandores rojos se proyectaban de cuando en cuando en las paredes; las sombras calladas dirigíanse no se sabía adonde. Fuera, bajo las ventanas, la plaza se agitaba como un gran remolino negro. Parecía que un viento muy fuerte se había levantado al Norte y al Sur, al Este y al Oeste, y había llenado de terror a la masa viviente. Oíanse fragmentos de canciones, gritos y, flotando en el caos de soni-