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la existencia de negociaciones entre él y los tiranos. No obstante, lo negó de un modo grosero y estúpido, como un vulgar ladrón a quien se hubiera sorprendido in fraganti. No contento con esto, se mostró como una víctima inocente de las iras del pueblo, cuya felicidad había sido siempre su preocupación única. No tenían razón los que le tachaban de cruel: siempre había indultado a los reos a quienes era dable indultar. No era cierto que hubiera arruinado al país; sus gastos personales no superaban a los de un simple ciudadano. No había sido nunca un derrochador ni un calavera. Le gustaba leer a los clásicos y se dedicaba con placer a la ebanistería. Todos los muebles de su despacho eran obra suya.

Era verdad. Su apariencia, en efecto, era la de un modesto burgués; los días de fiesta se podían ver, a la orilla del río, pescando con caña, muchos hombres gordos como él, con una gran nariz tonante. Hombres grotescos, de una nulidad nariguda.

¿Y aquél era el rey? Por lo visto, cualquiera lo podía ser. Hasta un gorila podía convertirse en un soberano de ilimitado poder sobre los hombres. Bastaba levantarle un trono dorado y tributarle homenajes semejantes a los que se le tributaban a un dios, para que la miserable bestia de cuerpo peludo, que vagaba por los bosques, pudiera dictar leyes.

El breve día de otoño tocaba a su fin. El pueblo comenzaba a manifestar su impaciencia; ¿por qué