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hacían señas con la mano a la plaza inmediata. Sin duda le comunicaban a la multitud, aglomerada allí, sus regocijadas impresiones.

Pero los diputados estaban serios, muy serios, hasta pálidos. Asestaban sus ojos saltones, a modo de lupas, sobre el Vigésimo; le miraban fija y largamente y volvían con severidad la cabeza. Algunos tenían los ojos cerrados; sin duda, la vista del tirano les desagradaba.

—¡Ciudadano diputado—cuchicheó con jovial terror uno de aquellos hombres corteses—, mirad cómo brillan los ojos del tirano!

El diputado, sin levantar los suyos, respondió:

—Sí.

—¡Qué gordo está! Como se bebía nuestra sangre...

—Sí.

—¡No sois muy comunicativo, ciudadano!

Y se calló.

Abajo, el Vigésimo balbuceaba algo. No comprendía de qué se le podía acusar. Siempre había amado a su pueblo, y el pueblo le había amado a él también. Ahora seguía amando a su pueblo, a pesar de los insultos de que le colmaba. Si se creía que una república era más conveniente para el país, que fuera proclamada; él no se oponía.

—Entonces, ¿por qué has llamado en tu socorro a otros tiranos?

—No los he llamado; han acudido ellos.

Era mentira; se habían encontrado en un escondrijo documentos que establecían claramente