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cosa de juguete. La libertad con que soñaban era como una cándida cuna de niño con un pabelloncito de encajes para impedir el paso del sol y de las moscas. ¡Extraños hombrecillos, pigmeos que habían minado una montaña! En cambio, aquellos otros, que habían vivido en medio de las tempestades revolucionarias, eran los héroes de los días trágicos, en los que habían llevado en lo alto de las picas las cabezas cortadas, y habían hecho correr gota a gota la sangre de los corazones arrancados del pecho; eran los héroes de aquella época en que cada palabra de los inflamados discursos titánicos sobrepujaba en fuerza destructora al filo de los aceros y a la pólvora de los cañones. Inclinándose sólo ante la voluntad del pueblo, habían evocado el espectro del poder misterioso, y a la sazón, con frialdad de cirujanos, jueces y verdugos, se disponían a examinarlo, a estudiar su naturaleza, que sólo a los ignorantes y los supersticiosos podía asustar, a buscar en él el veneno de la tiranía y a condenarle luego a muerte.

El ruido de fuera se calmó. Le sucedió un silencio hondo y negro como el cielo nocturno. Sólo se oía el estrépito de los cañones que llegaban, y que no tardaron en detenerse. Un ligero movimiento a la puerta de entrada. Los diputados siguieron sentados; así habían de recibir al tirano. Procuraron mostrarse indiferentes. Los destacamentos armados invadieron la asamblea y ocuparon sus puestos, sofocando el ruido de las armas.