un silencio profundo. Sólo un grito indeciso, de varias voces, resonó al pasar el rey por la plaza:
—¡Muera el Vigésimo!
Pero la muchedumbre no contestó; fué un grito aislado. No de otra suerte, en la caza de un jabalí, mientras los perrillos alborotan, los que han de matar y el que ha de morir se callan, haciendo acopio de fuerzas y de odio. En la asamblea nacional se oía un murmullo de conversación. Los diputados esperaban, hacía muchas horas, al tirano, que no acababa de llegar. Excitados, se paseaban por los corredores, iban y venían de un salón a otro, reían sin motivo, charlaban animadamente. Pero no pocos de ellos permanecían quietos, como estatuas, y ni siquiera se notaban señales de vida en sus rostros, que, aunque todavía juveniles, parecían de ancianos y estaban cubiertos de arrugas semejantes a hachazos. Tenían los cabellos crespos. Sus ojos, profundamente hundidos en el cráneo, ardían como antorchas en los agujeros de la pared de una prisión. Se adivinaba en ellos que podían mirar impávidos cuanto hay de terrible en el mundo, y que no había nada bastante cruel, bastante triste, bastante trágico para hacerles apartar la mirada, forjada en los altos hornos de la revolución.
Los iniciadores del gran movimiento habían muerto hacía tiempo, se habían dispersado por el mundo, no habían dejado memoria de sí. Nadie recordaba sus pensamientos, sus esperanzas, sus ensueños. El tronar de sus dicursos parecía ahora