Mucha gente se compadecía de la suerte del rey y lloraba pensando en sus sufrimientos. Una mujer besó respetuosamente la mano de la reina; un guardián derramó una lágrima; un orador habló de misericordia. ¿Acaso el tirano, aun entonces, no era más dichoso que millares de hombres que no habían gozado ni un día de felicidad, y que se quería de nuevo sacrificarle? Si hubiera habido la menor esperanza de que el país volviese a su antigua locura, se le habría pedido perdón de rodillas y se habría alzado de nuevo el trono, derribado a costa de tantos sufrimientos.
Lleno de cólera y temor, el pueblo escuchaba los discursos de la asamblea nacional. ¡Discursos extraños, palabras inquietantes! Se hablaba de la inmunidad del tirano, asegurábase que no podía ser juzgado como un ciudadano cualquiera, que no podía ser castigado como cualquier mortal, que no podía ser condenado a muerte porque era rey. ¿Luego existían aún los reyes? Los oradores que así hablaban hacían protestas de su amor al pueblo y a la libertad. Eran hombres honrados, leales, enemigos acérrimos de la tiranía, hijos del pueblo, salidos de su seno macerado por el poder implacable y sacrílego de los reyes. ¡Qué ceguera!
Ya la mayoría empezaba a reaccionar en favor del tirano; diríase que la niebla amarillenta, que venía de la torre negra, había penetrado en el palacio de la razón del pueblo, nublando la vista de todos y ahogando a la joven libertad, novia des-