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—¡Libertad!—anunció el hierro.

—¡Libertad!—cantaron las cuerdas.

—¡Libertad!—gritaron a una todas las voces.

El viejo diputado murió. Su corazón no pudo, soportar la inmensa alegría y cesó de latir; su último latido fué:

—¡Libertad!...

¡Dichoso mortal! En el misterio de la tumba, la joven libertad será la heroína de su eterno ensueño.

Se temían desafueros en la ciudad; pero no ocurrió nada lamentable. Al soplo de la libertad, los hombres se habían ennoblecido y se habían tornado suaves, delicados y sobrios en sus manifestaciones de alegría, como muchachas. Ni si quiera bailaban. Casi no cantaban. Contentábanse con mirarse unos a otros y cambiar ligeros apretones de manos: ¡es tan agradable ver a un hombre libre y tocarle!

No se cometió el menor exceso. Un loco gritó, en medio de la muchedumbre:

—¡Viva el Vigésimo!

Luego, colocándose en una actitud belicosa, se dispuso a una lucha desigual y a una larga agonía entre la plebe enfurecida. Sin embargo, nadie le hizo nada. Algunos, al oírle, fruncieron las cejas; pero la mayoría sólo manifestó un ligero asombro y se limitó a mirar con curiosidad a aquel hombre, como si fuera un mico recién llevado del Brasil.

Y se le dejó en libertad.