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tampoco. El tirano del cielo había sido derribado hacía mucho tiempo de su trono celeste. Permanecían en pie, en respetuosa actitud, ante la libertad. El viejo diputado, cuya cabeza temblaba hacía muchos años, la tenía entonces erguida como un joven. Con un ligero movimiento de la mano apartó a los amigos que le sostenían y se mantuvo en pie sin apoyo: la libertad había hecho un milagro. Aquella gente había perdido hacía mucho tiempo la costumbre de llorar, habituada a las tempestades políticas y a las luchas sangrientas; pero entonces lloraba. Sus ojos crueles de águila, que miraban impávidos el sol purpúreo de la revolución, no podían ver sin lágrimas el suave brillo de la libertad.

Reinaba en la sala el silencio. Fuera, el ruido aumentaba, crecía, se hacía más intenso y monótono. Recordaba el ruido regular y potente del océano. Todos eran libres. Libre era el moribundo, libre el recién nacido, libre el que se hallaba en plena vida. El poder misterioso de un solo hombre, que había encadenado durante miles de años a millones de seres humanos, había venido a tierra. Las bóvedas negras de la prisión habían caído, y sobre la cabeza extendíase el firmamento azul.

—¡Libertad!—murmuró alguien con voz suave, acariciadora, como si pronunciase el nombre de su amada.

—¡Libertad!—dijo otro, lleno de un entusiasmo, de una alegría inenarrables.