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sublevado, en su locura, contra su madre, la libertad. Del Sur llegan amenazas; por el Norte y el Este se acercan los soberanos misteriosos, que han descendido de su trono y conducen hordas salvajes. Las nubes, de cualquier dirección que vengan, están impregnadas del aliento de los traidores y los enemigos; los vientos, ya vengan del Norte, ya del Sur, ya del Oeste, ya del Este, soplan amenazas y odios. Suenan como un toque a agonía en los oídos de los ciudadanos; pero se le antojan una música alegre al que está encerrado en la torre. ¡Desgraciado pueblo! ¡Desgraciada libertad!

La luna brilla por las noches como sobre ruinas. El sol se pone todas las tardes entre tinieblas, rodeado de nubes negras, deformes, siniestras. Cuando consigue asomarse entre ellas, muestra su rostro asustado, aterrorizado. Los pálidos rayos se estrechan con espanto contra los árboles, las casas y las iglesias, miran con pasmo la ciudad; pero inmediatamente se apagan y desaparecen con el sol en el océano de la noche que llega. ¡Desgraciado pueblo! ¡Desgraciada libertad!

En la torre, el relojero del ojo único va y viene por entre las grandes y pequeñas ruedas del mecanismo, y, con la cabeza echada a un lado, sigue los movimientos del enorme péndulo.

—Así fué, así será. Así fué, asi será.

Una vez, cuando él era joven aún, el reloj estuvo parado dos días. Era terrible; parecíale que el tiempo había caído de pronto, en toda su masa invisible, al fondo de un abismo. Pero el