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nos, siluetas que se enlazan, rostros regocijados, ojos brillantes de alegría. Más lejos, todo se confunde en una masa negra, informe, vacilante, cambiante, volteante, parecida a un torrente. En uno de los faroles se balancea el cuerpo de un hombre: es un traidor a quien la multitud ha colgado antes de que haya tenido tiempo de llegar a la prisión. Las cabezas de los bailarines tropiezan a veces con sus pies, y hay momentos en que se diría que él baila también sobre la multitud y dirige las danzas.
Después la multitud se encamina a la inmensa torre negra, y, levantando la cabeza, grita, dirigiéndose a los gruesos muros:
—¡Muera el Vigésimo! ¡Muera!
En las almenas brillan algunas lucecitas: los fieles hijos del pueblo vigilan al tirano. Y la multitud, tranquilizada, segura de que el rey está allí y de que no puede escaparse, grita medio en broma y para amedrentarle:
—¡Muera el Vigésimo!
Quienes así gritan se alejan satisfechos, y otros vienen a ocupar su puesto. Durante la noche vuelven a cernerse sobre la ciudad sueños terribles; la torre negra y las prisiones, llenas de traición, abrasan las entrañas de la ciudad, al modo de un veneno no vomitado.
Se empieza a matar a los traidores. Se aguzan los sables, las hachas y las hoces. Se amontonan gruesas vigas y pesadas piedras. Durante dos días y dos noches se trabaja en las prisiones hasta